AUDIENCIA  
  
  Miércoles 28 de junio 2000
La
  gloria de la Trinidad en la Jerusalén celestial 
1. "Mientras
  la Iglesia peregrina en este mundo lejos de su Señor, se considera como
  desterrada, de manera que busca y medita gustosamente las cosas de arriba. Allí
  está sentado Cristo a la derecha de Dios; allí está escondida la vida de la
  Iglesia junto con Cristo en Dios hasta que se manifieste llena de gloria en
  compañía de su Esposo" (Lumen gentium, 6). Estas palabras del
  concilio Vaticano II señalan el itinerario de la Iglesia, que sabe que no
  tiene "aquí ciudad permanente", sino que "anda buscando la del
  futuro" (Hb 13, 14), la Jerusalén celestial, "la ciudad del
  Dios vivo" (Hb 12, 22).
  
  2. Una vez que hayamos llegado a la meta última de la historia, como
  anuncia san Pablo, no veremos ya "en un espejo, en enigma. Entonces
  veremos cara a cara. (...) Entonces conoceré como soy conocido" (1 Co
  13, 12). Y san Juan repite que "cuando se manifieste, seremos semejantes
  a él, porque le veremos tal cual es" (1 Jn 3, 2).
  
  Así pues, más allá de la frontera de la historia, nos espera la epifanía
  luminosa y plena de la Trinidad. En la nueva creación Dios nos regalará la
  comunión perfecta e íntima con él, que el cuarto evangelio llama "la
  vida eterna", fuente de un "conocimiento" que en el lenguaje bíblico
  es comunión de amor. "Esta es la vida eterna:  que te conozcan a
  ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo" (Jn
  17, 3).
  
  3. La resurrección de Cristo inaugura este horizonte de luz que ya el
  primer Testamento canta como reino de paz y alegría, en el que "el Señor
  eliminará a la muerte definitivamente y enjugará las lágrimas de todos los
  rostros" (Is 25, 8). Entonces, finalmente, "la misericordia y
  la fidelidad se encontrarán, la justicia y la paz se besarán" (Sal
  85, 11). Pero son sobre todo las últimas páginas de la Biblia, es decir, la
  gloriosa visión conclusiva del Apocalipsis, las que nos revelan la ciudad que
  es meta última de nuestra peregrinación, la Jerusalén celestial.
  
  Allí encontraremos ante todo al Padre, "el alfa y la omega, el principio
  y el fin" de toda la creación (Ap 21, 6). Él se manifestará
   plenamente como el Emmanuel, el Dios que mora con la humanidad,
  eliminando las lágrimas y el luto y renovando todas las cosas (cf. Ap
  21, 3-5). Pero en el centro de esa ciudad se alzará también el Cordero,
  Cristo, al que la  Iglesia  está unida con un vínculo nupcial. De
  él recibe la luz de la gloria, con él está íntimamente unida, ya no
  mediante un templo, sino de modo directo y total (cf. Ap 21, 9. 22. 23).
  Hacia esa ciudad nos impulsa el Espíritu Santo. Es  él quien  sostiene
   el diálogo de amor  de  los  elegidos  con Cristo: 
  "El Espíritu y la Esposa dicen:  ¡Ven!" (Ap, 22, 17).
  
  4. Hacia esa plena manifestación de la gloria de la Trinidad se dirige
  nuestra mirada, rebasando los límites de nuestra condición humana, superando
  el peso de nuestra miseria y de la culpabilidad que penetran nuestra
  existencia terrena. Para ese encuentro imploramos diariamente la gracia de una
  continua purificación, conscientes de que en la Jerusalén celestial "no
  entrará nada impuro, ni los que cometen abominación y mentira, sino
  solamente los inscritos en el libro de la vida del Cordero" (Ap
  21, 27). Como enseña el concilio Vaticano II, la liturgia que celebramos
  durante nuestra vida es casi un "pregustar" esa luz, esa contemplación,
  ese amor perfecto:  "En la  liturgia terrena pregustamos y
  participamos en la liturgia celeste que se celebra en la ciudad santa, Jerusalén,
  hacia la que nos dirigimos como peregrinos, donde  Cristo  está
  sentado a la derecha del Padre, como ministro del santuario y del tabernáculo
  verdadero" (Sacrosanctum Concilium, 8).
  
  Por eso, ahora nos dirigimos a Cristo para que, por el Espíritu Santo, nos
  ayude a presentarnos puros ante el Padre. Es lo que nos invita a hacer Simeón
  Metafraste en una oración que la liturgia de las Iglesias orientales propone
  a los fieles:  "Tú, que, por la venida del Espíritu Santo
  consolador, de tus discípulos santos has hecho vasos de honor, haz de mí una
  morada digna de su venida. Tú, que debes venir de nuevo a juzgar al mundo
  entero con toda justicia, permíteme también a mí venir ante ti, mi Juez y
  mi Creador, con todos tus santos, para alabarte y cantarte eternamente, con tu
  Padre eterno y con tu santísimo, bueno y vivificante Espíritu, ahora y
  siempre" (Oraciones para la comunión).
  
  5. Juntamente con nosotros, "la creación expectante está
  aguardando la plena manifestación de los hijos  de Dios (...) y espera
  ser liberada de la esclavitud de la corrupción, para  entrar  en la
  libertad gloriosa de los hijos de Dios" (Rm 8, 19-21). El
  Apocalipsis nos anuncia "un  cielo  nuevo y una tierra
  nueva", porque el cielo y la tierra  anteriores  desaparecerán
  (cf. Ap 21, 1). Y san Pedro, en su segunda carta, recurre a imágenes
  apocalípticas tradicionales para reafirmar el mismo concepto:  "Los
  cielos, en llamas, se disolverán, y los elementos, abrasados, se fundirán.
  Pero nosotros, confiados en la promesa del Señor, esperamos un cielo nuevo y
  una tierra nueva, en que habite la justicia" (2 P 3, 12-13).
  
  Mientras espera la armonía y la plena alabanza, toda la creación debe
  entonar ya desde ahora, juntamente con el hombre, un cántico de alegría y
  esperanza. Hagámoslo también nosotros, con las palabras de un himno del
  siglo III, descubierto en Egipto:  "Ni por la mañana ni por  la
   tarde  callen  todas las admirables obras creadas por Dios. No
  callen tampoco los  astros luminosos ni las altas montañas ni los
  abismos del mar ni los manantiales de los rápidos ríos, mientras  nosotros
   cantamos en nuestros himnos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
  Todos los ángeles de los cielos respondan:  Amén, Amén, Amén"
  (Texto editado por A. Gastoné en La Tribune de saint  Gervais,
   septiembre-octubre de 1922).