AUDIENCIA  
 
 Miércoles 14 de junio 2000 
La
 gloria de la Trinidad en la vida de la Iglesia 
1. La Iglesia en su
 peregrinación hacia la plena comunión de amor con Dios se  presenta como
 un "pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu
 Santo". Esta estupenda definición de san Cipriano (De Orat. Dom.,
 23; cf. Lumen gentium, 4) nos introduce en el misterio de la Iglesia,
 convertida en comunidad de salvación por la presencia de Dios Trinidad. Como
 el antiguo pueblo de Dios, en su nuevo Éxodo está guiada por la columna de
 nube durante el día y por la columna de fuego durante la noche, símbolos de
 la constante presencia divina. En este horizonte queremos contemplar la gloria
 de la Trinidad, que hace a la Iglesia una, santa, católica y apostólica.
 
 2. La Iglesia es, ante todo, una. En efecto, los bautizados están
 misteriosamente unidos a Cristo y forman su Cuerpo místico por la fuerza del
 Espíritu Santo. Como afirma el concilio Vaticano II, "el modelo y
 principio supremo de este misterio es la unidad de un solo Dios, Padre e Hijo
 en el Espíritu Santo, en la Trinidad de personas" (Unitatis
 redintegratio, 2). Aunque en la historia esta unidad haya experimentado la
 prueba dolorosa de tantas divisiones, su inagotable fuente trinitaria impulsa a
 la Iglesia a vivir cada vez más profundamente la koinonía o comunión
 que resplandecía en la primera comunidad de Jerusalén (cf. Hch 2, 42;
 4, 32).
 
 Desde esta perspectiva se ilumina el diálogo ecuménico, dado que todos los
 cristianos son conscientes del fundamento trinitario de la comunión: 
 "La koinonía es obra de Dios y tiene un carácter marcadamente
 trinitario. En el bautismo se encuentra el punto de partida de la iniciación
 de la koinonía trinitaria por medio de la fe, a través de Cristo, en
 el Espíritu... Y los medios que el Espíritu ha dado para sostener la koinonía
 son la Palabra, el ministerio, los sacramentos y los carismas" (Perspectivas
 sobre la koinonía, Relación del III quinquenio, 1985-1989, del diálogo
 entre católicos y pentecostales, n. 31). A este respecto, el Concilio recuerda
 a todos los fieles que "cuanto más estrecha sea su comunión con el
 Padre, el Verbo y el Espíritu, más íntima y fácilmente podrán aumentar la
 fraternidad mutua" (Unitatis redintegratio, 7).
 
 3. La Iglesia es también santa. En el lenguaje bíblico, el
 concepto de "santo", antes de ser expresión de la santidad moral y
 existencial del fiel, remite a la consagración realizada por Dios a través de
 la elección y la gracia ofrecida a su pueblo. Así pues, es la presencia
 divina la que "consagra en la verdad" a la comunidad de los creyentes
 (cf. Jn 17, 17. 19).
 
 Y la liturgia, que es la epifanía de la consagración del pueblo de Dios,
 constituye el signo más elevado de esa presencia. En ella se realiza la
 presencia eucarística del cuerpo y la sangre del Señor, pero también
 "nuestra eucaristía, es decir, nuestro agradecimiento, nuestra alabanza
 por habernos redimido con su muerte y hecho partícipes de su vida inmortal
 mediante su resurrección. Tal culto, tributado así a la Trinidad: 
 Padre, Hijo y Espíritu Santo, acompaña y se enraiza ante todo en la celebración
 de la liturgia eucarística. Pero debe asimismo llenar nuestros templos" y
 la vida de la Iglesia (Dominicae Coenae, 3). Y precisamente "al
 unirnos en mutua caridad y en la misma alabanza a la santísima Trinidad,
 estamos respondiendo a la íntima vocación de la Iglesia y tomando parte en la
 liturgia de la gloria perfecta degustada anticipadamente" (Lumen
 gentium, 51).
 
 4. La Iglesia es católica, enviada para anunciar a Cristo al mundo
 entero con la esperanza de que todos los príncipes de los pueblos se reúnan
 con el pueblo del Dios de Abraham (cf. Sal 47, 10; Mt 28,
 19). Como afirma el concilio Vaticano II, "la Iglesia peregrinante es, por
 su propia naturaleza, misionera, puesto que tiene su origen en la misión del
 Hijo y la misión del Espíritu Santo según el plan de Dios Padre. Este
 designio dimana del "amor fontal" o caridad de Dios Padre, que,
 siendo principio sin principio, del que es engendrado el Hijo y del que procede
 el Espíritu Santo por el Hijo, creándonos libremente por su benignidad
 excesiva y misericordiosa y llamándonos, además, por pura gracia a participar
 con él en la vida y la gloria, difundió con liberalidad y no deja de difundir
 la bondad divina, de modo que el que es Creador de todas las cosas se hace por
 fin "todo en todas las cosas" (1 Co 15, 28), procurando
 al mismo tiempo su gloria y nuestra felicidad" (Ad gentes, 2).
 
 5. La Iglesia, por último, es apostólica. Según el mandato de
 Cristo, los Apóstoles deben ir a enseñar a todas las gentes, bautizándolas
 en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a
 observar todo lo que él ha mandado (cf. Mt 28, 19-20). Esta misión se
 extiende a toda la Iglesia, que, a través de la Palabra, hecha viva, luminosa
 y eficaz por el Espíritu Santo y por los sacramentos, "se cumple el
 designio de Dios, al que Cristo amorosa y obedientemente sirvió, para gloria
 del Padre, que lo envió a fin de que todo el género humano forme un único
 pueblo de Dios, se una en un único cuerpo de Cristo y se edifique en un único
 templo del Espíritu Santo" (Ad gentes, 7).
 
 La Iglesia una, santa, católica y apostólica es pueblo de Dios, cuerpo de
 Cristo y templo del Espíritu Santo. Estas tres imágenes bíblicas señalan de
 modo luminoso la dimensión trinitaria de la Iglesia. En esta dimensión se
 encuentran todos los discípulos de Cristo, llamados a vivirla de modo cada vez
 más profundo y con una comunión cada vez más viva. El mismo ecumenismo tiene
 en la referencia trinitaria su sólido fundamento, dado que el Espíritu
 "une a los fieles con Cristo, mediador de todo don de salvación, y les
 da, a través de él, acceso al Padre, que en el mismo Espíritu pueden llamar
 "Abbá, Padre"" (Comisión  conjunta  católicos y
 evangélicos luteranos, Iglesia y justificación, n. 64). Así pues, en
 la Iglesia encontramos una grandiosa epifanía de la gloria trinitaria. Por
 tanto, recojamos la invitación que nos dirige san Ambrosio:  "Levántate,
 tú que antes estabas acostado, para dormir... Levántate y ven de prisa a la
 Iglesia:  aquí está el Padre, aquí está el Hijo, aquí está el Espíritu
 Santo" (In Lucam, VII).