Palabras pronunciadas por el
Emmo. Sr. Cardenal Jaime Ortega Alamino,
Arzobispo de La Habana,
en la recepción del
Doctorado Honoris Causa
por la Universidad de San Francisco
California, EE.UU.,  octubre de 1999

 

Estimado Padre rector, estimados profesores.
Queridos hermanos y hermanas.

Agradezco vivamente el alto honor que me confiere esta Universidad de San Francisco, y lo hago con la emoción de quien sabe que este homenaje no se dirige a mi persona, sino a la Iglesia Católica que peregrina en Cuba y a la cual humildemente represento.

Digo con emoción porque, durante décadas de silencio acerca de nuestra vivencia a veces oculta, siempre serena y confiada, de la fe en Cristo y de nuestra esperanza en el único Salvador, los católicos cubanos teníamos a menudo la impresión de ser olvidados por los cristianos de otras latitudes. Cuba es una isla, situada en el corazón de América. Su vocación continental fue siempre la de ser puente y lugar de encuentro de culturas y pueblos diversos, pero la realidad sociopolítica que se instauró en mi país a partir del año 1959, produjo su aislamiento del continente americano y lo hizo doblemente distante de la parte occidental de Europa, donde se gestaban el mercado común y la Unión Europea. En relación con el continente europeo se establecían y consolidaban nuevos lazos económicos, culturales y también ideológicos con los países del este de Europa que estaban bajo el influjo de la desaparecida Unión Soviética y preferentemente con ese mismo país.

Durante aquellos años en que se hablaba a veces de la Iglesia del silencio en Cuba, la comunidad católica cubana no permanecía, sin embargo, inactiva. La Iglesia supo estar presente en Cuba a través de todas las incidencias de la historia más reciente de nuestro país. Un buen número de católicos, entre muchos otros cubanos, dejaron el país para establecerse en otras tierras. No pocos sacerdotes y religiosas, al perder sus instituciones de estudio o de asistencia social, se trasladaron a otros países. Alrededor de un centenar y medio de sacerdotes debió de abandonar el país en los primeros años de la década del 60, conminados por las autoridades que los obligaron a emigrar. Pero el pequeño resto cristiano que se quedó en Cuba echó pie en tierra con la población que también permanecía en la Isla. La labor catequética, el culto renovado y fortalecido por el clima de comunión fraterna que creaba aquella nueva espiritualidad de resto fiel, produjo un tipo de comunidad eclesial viva, vibrante en sus celebraciones, agrupada sólidamente en torno a sus pastores, quizás replegada sobre sí misma, pero fiel y orgullosa de su fidelidad.

Se tiene entonces una vivencia original de Iglesia, como aquella de los primeros siglos del cristianismo, haciendo la experiencia de vivir lo esencial en la pobreza, con un total abandono en las manos de un Dios que nunca nos deja.

La abnegación de los sacerdotes, atendiendo cuatro, cinco, seis parroquias y otras comunidades eclesiales, la perseverancia valiente e incondicional de los laicos, su participación activa en la acción ministerial de la Iglesia, el testimonio de sus vidas, sea en sus familias, en su entorno social, y especialmente en sus centros de trabajo, la capacidad total de la Iglesia para vivir la nueva realidad del país sin resentimientos ni rencores, con una decisión siempre renovada de servir a la sociedad, sin reclamar privilegios, sino sólo su derecho a existir, a mantener su identidad, a realizar su misión, le fueron granjeando a la Iglesia católica un lugar de prestigio, de respeto, de simpatía en el seno de la sociedad cubana.

Cuando en 1986, después de cinco años de preparación en todas las parroquias y pequeñas comunidades de todo el país, la Iglesia realizó en La Habana el primer Encuentro Nacional Eclesial Cubano, las deliberaciones de aquella reunión, el documento surgido de la misma y las proyecciones hacia el futuro para la acción pastoral, mostraban una Iglesia que había madurado en el esfuerzo constante, donde no faltó el sufrimiento por las limitaciones reales en el desarrollo de su misión propia, a causa de estrictos y persistentes controles estatales, pero donde se hacían sentir también la alegría y el entusiasmo.

Reitero la importancia de la unidad de la Iglesia durante ese período: obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos enfrentaron aquella difícil situación cohesionados como en una gran familia. No puede dejarse de destacar la catolicidad de la Iglesia como factor determinante para mantener su fidelidad en los momentos difíciles. La adhesión de nuestra Iglesia al Papa, su profunda comunión con la Santa Sede, favorecida por el hecho de haber mantenido Cuba y la Sede Apostólica relaciones diplomáticas que posibilitaron siempre la presencia del representante Papal en La Habana, constituyó para la Iglesia en Cuba una especie de ventana abierta a la Iglesia universal. A través de ella pudo sentir los aires nuevos del Concilio Vaticano II y recibir luz y esperanza por varios modos diversos. Así pudimos tener acceso a los documentos conciliares, a los nuevos textos litúrgicos en lengua vernácula y recibir literatura religiosa actualizada para la formación de los sacerdotes y seminaristas. En la figura del Nuncio en La Habana se ha concretado durante todos estos años la comunión con la Iglesia de Roma y especialmente con el Sumo Pontífice. Esta relación, y el hecho de que nuestra Iglesia pudiera nombrar libremente a sus obispos, según el modo habitual de hacerlo la Iglesia Católica Romana, sin previa consulta al gobierno cubano, sino por la decisión libre del Santo Padre, fue una ventaja innegable para la Iglesia a fin de evitar el riesgo de seudoiglesias nacionales o de grupos de presión que hubieran podido surgir en su propio seno.

Es importante considerar las corrientes de pensamiento que subyacen en el tratamiento de la cuestión religiosa en Cuba en los últimos 40 años. El pensamiento liberal y el laicismo estuvieron presentes en Cuba desde el siglo XIX y se reafirmaron a causa de la intervención norteamericana de 1898 a 1902, con el consiguiente influjo predominante en la vida republicana hasta el triunfo de la revolución en 1959. A partir de ese momento es el pensamiento marxista el que intenta tomar el relevo. A todo ello se suma la modernidad secularista, cuyo influjo, nada despreciable, no cesa de crecer en Cuba, sobre todo en estas últimas décadas del siglo.

Los sistemas de pensamiento más relevantes de los siglos XIX y XX tienen la tendencia a asignar a la Iglesia y a la fe católica un papel determinado en la sociedad. Pero la Iglesia no tiene un papel que le venga atribuído por las estructuras políticas, sino una misión propia que le ha sido confiada por su fundador. Un tipo de liberalismo filosófico lleva consigo el laicismo a ultranza, el cual postula, más que la separación de la Iglesia y del Estado, la separación de la Iglesia de la sociedad. Se considera a menudo la fe religiosa, dentro de esa concepción de la vida civil, como una necesidad admitida para débiles y pobres, como "freno moral individual" que favorece la tranquilidad y el orden en la convivencia social, etc.

La Iglesia no niega su función inspiradora de una ética social, pero ella es ante todo depositaria y responsable de esa misma inspiración, que nace del anuncio de Jesús, hijo de Dios, a quien no puede dejar de presentar a los hombres y mujeres de todos los pueblos para darles la posibilidad de que, encontrándolo a él, transformen sus vidas y el mundo que los rodea.

La filosofía marxista originaria descalificaba el mismo sentir religioso del hombre, considerándolo nocivo. Los seguidores de ese pensamiento, sobre todo los que en este siglo establecieron sistemas sociopolíticos inspirados en aquella filosofía, llevaron a sus consecuencias prácticas los postulados originarios de la misma y consideraron la fe religiosa y la institución eclesial como un molesto remanente de conductas atávicas, de las cuales el hombre debe ser liberado con mayor o menor paciencia, según lo aconsejen las circunstancias.

Este modo de concebir la función de la religión en la sociedad tuvo mayores dificultades para asignar "un papel a la Iglesia y a la fe cristiana". En momentos de crisis nacional, de guerra o de situaciones similares, se intentó incorporar a la Iglesia a una acción en favor de la paz o se le concedió alguna función moralizadora o de aliento psicosocial. Con gran dificultad, en algunas ocasiones con persecuciones y siempre bajo estricto control, ha podido la Iglesia reafirmar su misión dentro de esos sistemas de pensamiento y de gobierno.

Las concepciones filosóficas e ideológicas del liberalismo y del marxismo que, con respecto a la fe religiosa se tocan en sus extremos: privatización de la fe, reducido o nulo rol social de la Iglesia, tratamiento más o menos circunstancial o permisivo de la cuestión religiosa y de la Iglesia; han dejado un sedimento de cierta envergadura en mi país.

La modernidad y el secularismo, que coexistían con el pensamiento oficial y se expanden en las últimas décadas, no traen consigo un abordaje ideológico o sociopolítico estricto de la religión o de la Iglesia, sino fijan su atención en el bienestar de individuos y grupos humanos, en la realización personal, con una confianza ilimitada en la ciencia y la técnica para resolver los problemas de la humanidad, prescindiendo en la práctica de lo religioso, que queda pragmáticamente excluido de todo proyecto de futuro.

Pero en estos últimos años del siglo XX en todo el mundo se ahondan las preocupaciones por los riesgos de los avances científicos y económicos, por el deterioro ecológico, por el consumismo, por la manipulación genética y el menosprecio de la vida, etc. Surge así un reclamo de responsabilidad en el hombre, para que tome seriamente en sus manos las riendas de la historia. De esa responsabilidad suya depende el futuro personal y colectivo de los habitantes de la tierra. El hombre aparece ahora en el centro de atención de pensadores, políticos y escritores, no tanto como el beneficiario y dueño absoluto de la creación para disfrutar libremente de ella y realizarse así como humano, (humanismo tradicional); sino como el responsable consciente del futuro previsible de la humanidad y de la base de sustentación de la misma, que es el planeta con sus recursos, su población y el tipo de relaciones de los hombres entre sí y con la naturaleza, por sólo citar algunos aspectos del problema, (nuevo humanismo).

Por el buen nivel cultural medio del pueblo cubano, dentro del cual surgen las inquietudes y se suscitan las búsquedas, estas coordenadas históricas, sociopolíticas, filosóficas y religiosas formaban parte del paisaje humano que encontró el Papa Juan Pablo II en Cuba al realizar su inolvidable visita pastoral a mi país.

Halló el Santo Padre además, una Iglesia pobre en recursos humanos y materiales, pero rica en experiencias de auténtica vida comunitaria, con un compromiso evangelizador creciente y abundante en frutos. En efecto, la Iglesia de la presencia y de la acción callada, de celebraciones hondas y sentidas que agrupaban al resto fiel en vivencias serias de comunidad cristiana, pero que permanecía, al modo del primer grupo apostólico, con las puertas cerradas por miedo; había comenzado desde el primer Encuentro Nacional Eclesial Cubano, un sostenido e interesante proceso de apertura en dos sentidos: acogiendo a quienes llegaban a la comunidad cristiana y llevando el anuncio de Cristo a los barrios y pueblos, tocando a las puertas de nuestros hermanos, estableciendo nuevos centros de encuentro y de celebración en casas de familia alejadas de las iglesias o en poblados y barrios nuevos sin templos.

Este proceso de apertura y crecimiento correspondía también a un despertar de las inquietudes existenciales y religiosas del pueblo cubano, que trajo consigo la búsqueda de raíces culturales e históricas por parte de hombres y mujeres de cierta formación humana, retorno a la fe de muchos antiguos creyentes católicos, manifestaciones más frecuentes y públicas de la religiosidad popular, necesidad de encontrar sentido a la vida en muchos jóvenes y en no pocos adultos, etc.

Este movimiento confluyente de la Iglesia hacia el pueblo y del pueblo hacia la Iglesia fue facilitado por una progresiva flexibilidad de parte del gobierno en el tratamiento de la cuestión religiosa. Desde mediados de la década de los ochenta, disminuyeron poco a poco las presiones hacia los creyentes por cuestiones de su fe. Primero fue en los centros de trabajo, después en las escuelas; la universidad abrió la casi totalidad de sus carreras a los creyentes, un trato más respetuoso del tema religioso en los medios de comunicación sustituyó ciertas expresiones y ataques de mal gusto y, por último, la constitución de la República fue reformada en sus artículos que declaraban ateo al estado para reemplazarlos por otros donde se proclama que el estado es laico. Gran valor de signo tuvo también la supresión de la condición de ateo para pertenecer al Partido Comunista Cubano.

En un clima, pues, de menor tensión y mayores y más frecuentes contactos de la Iglesia y las autoridades de la nación con vistas a la venida del Papa Juan Pablo II a Cuba, se dio la preparación de la visita del Santo Padre y su ulterior realización. En el íter hacia ese extraordinario evento, tuvo particular importancia la visita del presidente Fidel Castro al Papa Juan Pablo II en Roma y la acogida recibida por él de parte del Santo Padre y de la Sede Apostólica.

Se comprende que en este ambiente que iba de menos a más en cuanto a posibilidades de la Iglesia y flexibilización del estado en su trato a los creyentes en Cuba, el Papa Juan Pablo II a los pocos minutos de llegar a nuestro país, hiciera un emplazamiento que contenía una idea – fuerza movilizadora de las conciencias en Cuba y en otros lugares: "que Cuba se abra con todas sus magníficas posibilidades al mundo y que el mundo se abra a Cuba".

Desde el inicio de su viaje el Santo Padre tenía puesta su mirada en el futuro y lo hacía como mensajero de verdad y de esperanza.

Pero, ¿puede justificarse esa llamada a una apertura recíproca entre Cuba y el mundo, apoyándose sólo en la capacidad de apertura, aún tímida, del estado cubano hacia la Iglesia y hacia la fe religiosa en general?, porque no parecían darse pasos similares en el ámbito político o de otros derechos ciudadanos. ¿No sería esta una extrapolación indebida?.

Si conocemos el pensamiento del Papa Juan Pablo II con respecto al papel de la fe religiosa en el seno de la comunidad civil, su llamado no nos sorprende.

En más de una ocasión, al hablar de los derechos humanos, el Papa ha puesto la libertad de vivir y proclamar su fe como un derecho fundamental de la persona humana, considerándolo como requisito y reclamo de los demás derechos; esto se verifica sobre todo en los países cristianos. Cuba, situada en el corazón de América, pertenece no sólo al hemisferio occidental, sino al mundo cristiano. En el aula magna de la universidad de La Habana el Santo Padre insistió en las raíces cristianas de la cultura cubana, aún más, el Papa diría en su homilía de la Plaza de la Revolución algo que me dijo personalmente a mí mientras recorría las calles de La Habana en automóvil, viendo las multitudes que en cada ocasión esperaban ansiosas su paso: "Cuba tiene un alma cristiana".

Para el Papa Juan Pablo II lo que la Iglesia vive en el seno de una nación es altamente indicativo de la totalidad de la realidad sociopolítica de ese pueblo. Este modo de pensar parece ser el mismo de no pocos observadores de la situación cubana: embajadores en La Habana y sus gobiernos y muchos periodistas y analistas de diferentes medios de difusión. Por eso el viaje de Juan Pablo II a Cuba adquiría un valor de signo que lo hacía tan esperado y seguido por millones de espectadores, oyentes y lectores de todo el mundo. Por esto también los pasos recíprocos del gobierno y de la Iglesia en Cuba, trascienden el ámbito exclusivamente religioso y cobran un sentido más amplio.

El Papa fue a Cuba como mensajero de la verdad y de la esperanza, pero en su visita pastoral la esperanza no era suscitada únicamente por las palabras de ánimo que el Papa profería, sino por su misma presencia, su interacción con el pueblo y con las autoridades de la nación, su mirada, sus gestos y sus silencios. El Papa en Cuba constituía una novedad total porque hacía posible los contrastes sin ruptura, la síntesis sin claudicaciones, y así, su sola presencia entre nosotros participaba del gozo de la buena nueva que Jesucristo resucitado mandó a proclamar a sus discípulos hasta los confines del mundo. Este Kairós no podría dejar de tener un después diferente. Ese era el sentir de muchos. El Papa había inaugurado un tiempo de esperanza y esta esperanza justifica cualquier llamado en favor del amor, de la reconciliación, de la justicia, de la libertad, porque es tan abarcadora la esperanza cristiana como lo es su misma meta, el bien supremo, Dios. Por eso podía reclamar el Papa: "que Cuba se abra al mundo, que el mundo se abra a Cuba; que cesen las medidas económicas restrictivas impuestas desde fuera porque son injustas y éticamente inaceptables, que sean los cubanos los protagonistas de su historia, que no esperen que otros hagan por ellos lo que deben hacer ellos mismos; que no tengan miedo, que abran puertas y corazones a Cristo".

La esperanza cristiana tiene una meta que es Dios, el bien supremo, pero el Santo Padre nos dejó además un programa para la esperanza. Si lo cumplimos, ese tiempo de esperanza que él inauguró no cesará de ampliarse, y dentro de él se alcanzarán paso a paso metas intermedias, generadoras, a su vez, de nuevas esperanzas.

De este modo el Papa Juan Pablo II hizo de su visita pastoral a Cuba algo más que el logro de un propósito altamente anhelado por él y por la Iglesia cubana. La estancia del Sumo Pontífice en mi país tuvo los aires de una obertura, que anuncia en su ejecución los temas que han de ser retomados y desarrollados más tarde en el curso de la puesta en escena. De ahí el seguimiento posterior de la visita Papal por observadores de todo género, gobiernos, conferencias episcopales de América y de otras regiones y aún por la opinión pública internacional. De ahí también la alta responsabilidad de la Iglesia en Cuba como receptora y ejecutora del programa pastoral que nos confió el Papa y que debe llevar a los católicos cubanos al inicio del tercer milenio de la era cristiana.

Pero, normalmente, el correr del tiempo, ¿no debe aminorar el impacto del viaje Papal a Cuba?. Como evento histórico puntual la visita de Juan Pablo II a mi país participa de ese dinamismo descendente, como el que opera en una trayectoria balística, al cual están sometidos todos los acontecimientos, que se van tornando poco a poco recuerdo y evocación.

Sin embargo, en su aspecto fundante de esperanza, en su programa de luces largas sobre temas esenciales a la vida de la Iglesia y del ser humano, la misión pastoral del Papa en Cuba se yergue como un cuerpo de doctrina y de acción para el tercer milenio de la era cristiana, al modo de una suerte de "encíclica a los cubanos", a la cual tendrá que volver una y otra vez la Iglesia que vive en Cuba en su caminar hacia el año 2000. La familia, la juventud, el sufrimiento, el amor a la Patria, las raíces y características de la cultura cubana, la libertad, la renovación de la sociedad, la visión cristiana del hombre y de las estructuras sociales para que exista la justicia y se respeten los derechos humanos, el papel del hombre y la mujer cubanos como primeros responsables de su destino y protagonistas de su historia, son algunos de los temas programáticos esenciales del Santo Padre que no forman un simple cuerpo teórico, sino que incluyen un proyecto dinámico y preciso para el futuro.

De la Iglesia en Cuba, de la acción de sus pastores, de la entrega generosa de sus sacerdotes, religiosos y religiosas y de la participación decidida de los laicos depende el despliegue y concreción del programa Papal que debe configurar el nuevo itinerario de la Iglesia inaugurado por el Santo Padre en su visita a mi país.

Simultáneamente a su aplicación gradual este proyecto debe llevar consigo la esperanza, quiero decir, debe desarrollarse con talante esperanzador. Esta fue la tónica de la visita del Santo Padre a Cuba. Esa ha sido la característica del pontificado del Papa Juan Pablo II, muy acorde con el aliento y el gozo que la buena nueva debe producir en el corazón humano para que sea percibida como tal. Los obispos de Cuba debemos ser los principales portadores del "proyecto esperanza" de Juan Pablo II, que es humanista y cristiano.

Para ello el evangelio debe ser considerado primero en su capacidad de iluminar con luz nueva y propia las diversas situaciones. De él emanan siempre las propuestas aptas para transformar la vida de hombres y pueblos. Sólo recibido y aceptado en esta perspectiva pueden desplegarse todas las virtualidades y el dinamismo que contiene el mensaje de Jesús y abrirse paso en muchos corazones las respuestas que el Espíritu Santo suscita en quienes ansían construir un mundo mejor siguiendo la invitación del Señor.

El evangelio tiene innumerables potencialidades. Una de ellas es la de contrastar la realidad presente, con sus límites, sus sombras y sus elementos positivos, con la propuesta, en todo orden superior, del mensaje de Jesús. Este procedimiento nos puede conducir al mejor análisis posible de la realidad, pues el mensaje cristiano lleva en sí enunciados que trascienden la historia presente y sus incidencias, aún las de más difícil comprensión, pero si quedamos atrapados sólo en el análisis, podemos correr ciertos riesgos: caer en un profetismo desgarrador, dejarnos llevar por el desaliento paralizante, o buscar falsos caminos que nos desvíen de un proyecto realmente evangélico. Esta fue la suerte corrida por algunas teologías de la liberación en Latinoamérica y por ciertas actitudes individuales que se limitaron a la denuncia y al reclamo, pero evacuando casi todo el aspecto religioso cristiano de la acción de la Iglesia. Esto dejó el camino abierto a las sectas.

En la cuarta Conferencia General del Episcopado Latinoamericano celebrada en Santo Domingo en el año 1992, los obispos de América Latina debatieron ampliamente acerca del modo de enfocar la realidad económica social y política del continente Latinoamericano, donde la pobreza y la frustración coexisten con grandes riquezas materiales, humanas y espirituales. Se consideró para ello el uso del conocido método de Ver, Juzgar y Actuar, tan empleado en este siglo y que tan buenas aportaciones ha hecho a grupos apostólicos, movimientos y organizaciones eclesiales en general, influyendo en el desarrollo de congresos y reuniones y en la elaboración de no pocos documentos emanados de ellos. Pero esta vez no parecía satisfacer a la mayoría de los pastores latinoamericanos este método. Apuntaban que en ocasiones somos prolijos en los análisis que resultan casi siempre desalentadores en el Ver, que se vuelven casi siempre duros y negativos en el Juzgar, pues el mundo que nos rodea está lejos del ideal evangélico y sus reclamos, con el riesgo de que el Actuar participe del mismo desaliento con que da inicio la reflexión y pueda quedar también condicionado por factores sociológicos, con las líneas de acción a menudo supeditadas a estrategias demasiado humanas, al surgir muy desde abajo.

Los obispos proponían otra andadura, y ésta fue la clave en la que se redactó el documento final. Primeramente, considerar la realidad tal como es querida por Dios, iluminada por la palabra revelada y por una seria reflexión teológica. En segundo lugar, analizar cuáles son los desafíos pastorales para que pueda realizarse el designio de Dios sobre esa realidad concreta, sea por ejemplo la familia, la juventud, la sociedad, el trabajo humano, etc; y en tercer lugar, adoptar las líneas pastorales que resulten más adecuadas según la reflexión y el análisis de los desafíos pastorales.

Este método para llevar a cabo su misión pastoral ha sido seguido por la Iglesia en Cuba, sobre todo a partir del II Encuentro Nacional Cubano en el año 1996.

La Iglesia en mi país no podría reducir su misión pastoral al análisis de la realidad políticosocial cubana, que puede estar distante del evangelio en muchos aspectos, ni al juicio profético sobre esa realidad. Esta misión imprescindible de la Iglesia debe estar incluida dentro de un proyecto más amplio, como es el de un plan pastoral. Aunque las posibilidades de la acción de la Iglesia están disminuidas, (pensemos en el no acceso habitual a medios de comunicación, ni al sistema educacional del estado, o las dificultades en la acción social de la Iglesia o para construir nuevos templos), la Iglesia debe proponerse un plan pastoral y así lo ha hecho desde 1996, con metas y programas que incluyen una creciente presencia y acción de la Iglesia en la sociedad cubana, fruto de la reflexión teológica sobre nuestro medio y del análisis de los desafíos pastorales que él nos presenta. Este plan pastoral prioriza la formación cristiana, sobre todo de los nuevos creyentes en Cristo que llegan a nuestras Iglesias, la creación y fortalecimiento de comunidades cristianas vivas y dinámicas, capaces de acoger y entusiasmar a los nuevos cristianos y de ser misioneras, portadoras del mensaje del evangelio a otros hermanos, y la promoción humana por medio de la acción social de la Iglesia.

El reciente Sínodo de América se plantea como condición previa e indispensable para que se dé la transformación de hombres, comunidades y estructuras de la sociedad, que la Iglesia propicie "el encuentro con Jesucristo vivo, camino para la conversión, la comunión y la solidaridad en América". El solo tema del sínodo constituye ya un documento claro, programático y comprometedor para los católicos del continente americano, apoya en su formulación el plan pastoral de la Iglesia en Cuba y contiene muchos elementos esenciales para la misión en nuestro país.

La Iglesia en Cuba debe llevar al hombre y a la mujer cubanos de hoy al encuentro con Jesucristo. Sólo él tiene el poder de transformar sus vidas y ése es también el único medio de transformar, según el querer de Cristo, la familia y la sociedad entera. "El hombre es el camino de la Iglesia" nos decía el Papa Juan Pablo II en su encíclica Redemptor Hominis.

El Papa Juan Pablo II no hizo en Cuba análisis exhaustivos ni juicios concluyentes sobre el pasado o el presente de nuestro país, trazó un camino de libertad y responsabilidad para el futuro y nos anunció con su misma presencia y actuación que es posible al cristiano estar en medio de la sociedad con su propia identidad y actuar en la historia concreta de hombres y pueblos con el poder de Jesucristo y la fuerza del Espíritu Santo. Al final de su homilía en la Plaza de la Revolución en La Habana, el Papa improvisaba algunas palabras inspirándose en el fuerte viento que se sentía esa mañana durante la celebración de la Eucaristía. Dijo el Papa: "este viento me hace pensar en el Espíritu Santo. El Espíritu sopla donde quiere y quiere soplar en Cuba". En el Espíritu de Dios estaba la gran esperanza del Papa y en él está puesta la esperanza de la Iglesia en mi país.

Ese "no sé qué" casi inexplicable que produjo la visita del Papa en la sociedad cubana tiene mucho que ver con la esperanza que suscitó en el corazón de los cubanos. Esta esperanza no debe ser derrotada y, si bien parece haber quedado atrás el clima más positivo y abierto del año 1998, en el que algunos elementos de la política nacional cubana y sobre todo de la política internacional con respecto a Cuba, parecían brindar ciertos cauces inmediatos a aquella gran esperanza, y se desarrolla este año con perspectivas poco alentadoras a este respecto, no debemos permitir que se clausure la puerta abierta por el Papa Juan Pablo II a la esperanza con su visita pastoral a Cuba. Para nosotros, pastores de la Iglesia en Cuba, esto sería una imposible claudicación; para los hombres y mujeres de fe en nuestro país sería un contrasentido de cara al tercer milenio de la era cristiana.

La Iglesia en Cuba no puede detenerse ante los signos negativos que intentan oscurecer un futuro mejor. Nuestra misión debe llevar a todos los cubanos, sean hombres de gobierno o de pueblo, creyentes o no creyentes, la esperanza que el Papa Juan Pablo II sembró a su paso entre nosotros. El clima de distensión, de serenidad, de mayor tolerancia, que siguió a la visita del Santo Padre en nuestro país, debe prevalecer a pesar de las crisis y dificultades de cualquier orden. Justamente, este clima se convierte en el más poderoso factor para superar lo adverso.

Este es el más difícil y apasionante quehacer de un pastor en Cuba.

Pido sus oraciones por los obispos cubanos y para que nuestro plan pastoral hacia el 2000 tenga éxito. No olviden tampoco en su oración al pueblo cubano.

 Muchas gracias.