Su Santidad Juan Pablo II

HOMILÍA

En la basílica de Santa Sabina, durante la celebración eucarística del miércoles de Ceniza, 8 de marzo

La Cuaresma, tiempo de conversión, renovación, oración, ayuno y obras de caridad.


El Romano Pontífice, como ha hecho desde el comienzo de su pontificado, siguiendo la tradición que Juan XXIII reanudó el 2 de marzo de 1960, el miércoles de Ceniza, 8 de marzo, fue al Aventino para hacer la primera estación cuaresmal en la basílica de Santa Sabina.
A las cuatro y media de la tarde, en espera de Su Santidad, el cardenal Jozef Tomko, prefecto de la Congregación para la evangelización de los pueblos y titular de dicha basílica, presidió un momento de oración en la basílica de San Anselmo, regida por los benedictinos. Después del canto del himno "Audi, benigne Conditor" y la oración, inició la procesión hacia Santa Sabina, mientras se cantaban las letanías de los santos. Siguió el canto de los salmos 50 y 24. Iban también en la procesión otros trece cardenales, entre ellos, Bernardin Gantin, decano del Colegio cardenalicio; Paul Augustin Mayer, o.s.b., titular de San Anselmo; Camillo Ruini, vicario del Papa para la diócesis de Roma; Darío Castrillón Hoyos, prefecto de la Congregación para el clero; y Jorge Arturo Medina Estévez, prefecto de la Congregación para el culto divino y la disciplina de los sacramentos; numerosos arzobispos y obispos, entre los cuales mons. Giovanni Battista Re, sustituto de la Secretaría de Estado, y mons. Jean-Louis Tauran, secretario para las relaciones con los Estados; y mons. Cipriano Calderón, vicepresidente de la Comisión pontificia para América Latina; los monjes de la comunidad benedictina de San Anselmo y los frailes de la comunidad dominica de Santa Sabina.
El Santo Padre llegó al Aventino poco antes de las cinco y fue acogido con un cordial y prolongado aplauso por los fieles que no habían podido hallar sitio en el templo. Recorrió la nave central hasta llegar a la cátedra, del siglo XIII, mientras el coro cantaba "Miserere omnium, Domine". Celebró la eucaristía el cardenal Jozef Tomko. Después de las lecturas, Juan Pablo II pronunció la homilía. A continuación, bendijo la ceniza; el cardenal Tomko se la impuso a Su Santidad, quien, a su vez, la impuso a los cardenales, a los arzobispos y obispos, entre ellos a mons. James Michael Harvey, obispo titular de Memfi, prefecto de la Casa pontificia, y a mons. Stanislaw Dziwisz, obispo titular de San León, prefecto adjunto; al regente, mons. Paolo De Nicolò; al Asesor de la Secretaría de Estado para los asuntos generales, mons. Pedro López Quintana, a las comunidades de Santa Sabina y San Anselmo, y a una representación de fieles; entretanto, seis frailes de ambas órdenes se la imponían al resto de los fieles, mientras el coro cantaba los salmos 40, 78 y 129. Ofrecemos el texto de la homilía del Papa.
Al final de la misa, el Vicario de Cristo impartió la bendición a los presentes. El rito se concluyó con el canto del "Parce, Domine".
1. "Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame  por  dentro  con espíritu firme. No me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu" (Sal 50, 12-13).
Así reza hoy, miércoles de Ceniza, el salmista, el rey David:  rey grande y poderoso en Israel, pero a la vez frágil y pecador. La Iglesia, al inicio de estos cuarenta días de preparación para la Pascua, pone sus palabras en labios de todos los que participan en la austera liturgia del miércoles de Ceniza.
"Oh Dios, crea en mí un corazón puro, (...) no me quites tu santo espíritu". Esta invocación resonará en nuestro corazón cuando, dentro de poco, nos acerquemos al altar del Señor para recibir, conforme a una antiquísima tradición, la ceniza sobre nuestra cabeza. Se trata de un gesto de gran significado espiritual, un signo importante de conversión y renovación interior. Es un rito litúrgico sencillo, si se considera en sí mismo, pero muy profundo por el contenido penitencial que entraña:  con él la Iglesia recuerda al creyente y pecador su fragilidad frente al mal y, sobre todo, su total dependencia de la majestad infinita de Dios.
La liturgia prevé que el celebrante, al imponer la ceniza sobre la cabeza de los fieles, pronuncie las palabras:  "Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás" o "Convertíos y creed el Evangelio".
2. "Acuérdate de que... al polvo volverás".
La existencia terrena desde el inicio está insertada en la perspectiva de la muerte. Nuestros cuerpos son mortales, es decir, están marcados por la ineludible perspectiva de la muerte. Vivimos teniendo ante nosotros esa meta:  cada día que pasa nos acerca a ella con una progresión inevitable. Y la muerte encierra en sí algo de aniquilación. Con la muerte parece que todo acaba para nosotros. Y he aquí que, precisamente ante esa triste perspectiva, el hombre, consciente de su pecado, eleva un grito de esperanza hacia el cielo:  "Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme. No me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu".
También hoy el creyente, que se siente amenazado por el mal y por la muerte, invoca así a Dios, consciente de que le está reservado un destino de vida eterna. Sabe que no es solamente un cuerpo condenado a la muerte a causa del pecado, sino que tiene también un alma inmortal. Por eso, se dirige a Dios Padre, que tiene el poder de crear de la nada; a Dios Hijo unigénito, que se hizo hombre por nuestra salvación, murió por nosotros y ahora, ya resucitado, vive en la gloria; y a Dios Espíritu inmortal, que llama a la existencia y devuelve la vida.
"Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme". La Iglesia entera hace suya esta oración del salmista. Son palabras proféticas, que penetran en nuestro espíritu durante este día singular, el primero del itinerario cuaresmal que nos llevará a celebrar la Pascua del gran jubileo del año 2000.
3. "Convertíos y creed el Evangelio". Esta invitación, que encontramos al inicio de la predicación de Jesús, nos introduce en el tiempo cuaresmal, tiempo que se ha de dedicar especialmente a la conversión y a la renovación, a la oración, al ayuno y a las obras de caridad. Recordando la experiencia del pueblo elegido, nos disponemos a recorrer nuevamente el mismo camino que Israel siguió a través del desierto hacia la tierra prometida. Llegaremos también nosotros a la meta; después de estas semanas de penitencia, experimentaremos la alegría de la Pascua. Nuestros ojos, purificados por la oración y la penitencia, podrán contemplar con mayor claridad el rostro del Dios vivo, hacia el cual el hombre orienta su peregrinación por los senderos de la existencia terrena.
"No me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu". Este hombre, que no ha sido creado para la muerte sino para la vida, ora precisamente así. Consciente de sus debilidades, camina sostenido por la certeza del destino divino.
Quiera Dios todopoderoso escuchar las invocaciones de la Iglesia, que, en esta liturgia del miércoles de Ceniza, se dirige a él con mayor confianza. El Señor misericordioso nos conceda a todos abrir nuestro corazón al don de su gracia, para que podamos participar con nueva madurez en el misterio pascual de Cristo, nuestro único Redentor.

(©L'Osservatore Romano - 10 de marzo de 2000)